miércoles, 13 de marzo de 2024

Nuevo capítulo (II) de El cazador de la muerte negra

2 Año 1346 Caffa, colonia genovesa

Tan solo unos años antes, en la ciudad de Caffa, los genoveses intentaban sobrevivir al ataque de los tártaros. Los europeos habían llegado hasta el mar Negro en su expansión comercial y los mongoles deseaban echarlos fuera de sus tierras. Aquel lugar se mostraba propicio para el intercambio y los negocios con Asia.

Las murallas de la ciudad defendían a los genoveses del ejército del kan Jani Beg. Este pertenecía a la Horda de Oro y se desesperaba dentro de su tienda, la mayor entre todas las que poblaban la llanura. Sus generales no  podían ni siquiera dirigirle la palabra. Le tenían miedo y los gritos casi se oían en la ciudad. El cerco que comenzó hace tiempo no tenía el éxito deseado. Algunos barcos habían entrado sin problemas en el puerto de la ciudad y el abastecimiento de los genoveses aseguraba más días de asedio para los mongoles. Estaban fracasando, como ocurrió la vez anterior. Además, les había surgido un nuevo enemigo que aún no conocían los jefes de los sitiadores. Pronto lo descubrirían.

Un esclavo entró en la tienda con la cabeza agachada formando un perfecto ángulo recto, con el miedo de un pequeño animal bajo las poderosas garras de un león. El gorro lo sostenía sobre su mano temblorosa. Hablaba de forma apresurada mientras se inclinaba una y otra vez con movimientos nerviosos llenos de angustia. Sabía que su delgado cuello corría peligro, pero obedecía las órdenes de su amo, que le había obligado a estar allí. Nadie se atrevía a dar la noticia. Solo lo haría él, el más insignificante de los siervos que poblaban el campamento. Tras unos cuantos rodeos, que aún exasperaron más al gran kan, la frase salió de aquellos labios blanquecinos y asustados.

-          La muerte negra ha llegado a tu campamento, mi señor.

Jani Beg sacó su espada curvada y sin más dilación cortó la cabeza del pobre esclavo. La noticia no merecía otro premio distinto que la muerte. No era la primera vez que mataba fuera de la batalla. Muchos creían que había asesinado a sus dos hermanos mayores para lograr el poder. La sangre roja empapó el suelo y la manga del ejecutor. Los generales no se inmutaron ante la ejecución, pero sí ante el anuncio de la destrucción, de la enfermedad que no dejaba a casi nadie vivo. Alguno la había visto con anterioridad. Unas bubas negras se hinchaban en el cuello y bajo las axilas. Se extendía de un hombre a otro con rapidez y estos morían con la nariz y los dedos ennegrecidos por la gangrena. Uno de los dos soldados que protegía la entrada se palpó el cuello y se tocó la frente en busca de la fiebre mortal. Estaba temblando de miedo.

- Aprovecharemos esta desgracia –dijo el gran kan-. La maldita ciudad sufrirá nuestros propios males y será su fin.

Cuando Jani Beg salía de su tienda casi todos los tártaros del campamento lo notaban. En el aire se respiraba el terror. Sus órdenes se cumplían de inmediato y nadie se atrevía a mirar durante más de un segundo a sus ojos. El terrible jefe empujó la piel que cubría la entrada y se dirigió muy deprisa hacia el lugar donde se acomodaba a los heridos. Estaba cerca de la orilla del mar Negro. Allí circulaba la brisa y el aire húmedo ayudaba a la recuperación. También se evitaban de esa manera los malos olores de la putrefacción o la gangrena. Esas eran las indicaciones del único médico y se adecuaban a sus escasos conocimientos. No eran muchos, pero sabía hacer sangrías y torniquetes, como cualquiera que se dedicara al cuidado de los heridos. Incluso había visto en una ocasión la manera de reventar una buba pestilente. Sin embargo, al igual que casi todos los hombres, desconocía cómo se contagiaba aquel mal. Por qué a unos les tocaba el huesudo dedo de la muerte mientras que unos pocos, muy pocos, escapaban de esa señal.

Un grito le despertó de sus pensamientos. Allí, delante de él, se encontraba el kan. Su cabeza redonda y afeitada estaba roja de furia. Su respiración se entrecortaba por la prisa con la que se dirigió hacia la tienda de los enfermos, aunque de su boca salieron las palabras con rapidez y energía.

- Quiero los cadáveres que se haya llevado la muerte negra. Ya, de inmediato.

El pobre médico notó el fétido aliento de su gran jefe en la nariz. Parecía subir desde un profundo pozo negro. Sintió ganas de vomitar, pero tuvo suerte y no lo hizo. Tenía verdadero pánico a aquel hombre que disponía de la vida y de la muerte casi como ella misma. Se lo imaginó con una capa y con el rostro enjuto, como una calavera. En lugar de espada veía una gran guadaña.

- ¿Has oído? –gritó de nuevo con su arma apuntando a la cabeza del médico.

Aún no ha muerto ninguno. Quizás podríamos reventar las bubas negras y salvarlos. En una ocasión...

Jani Beg golpeó con la empuñadura de su espada el mentón del médico y este cayó al suelo. No lo hizo con demasiada fuerza pues no deseaba matarlo. Aun así, comenzó a manar sangre de su rostro amarillento. El gran kan se dio la vuelta y dio órdenes a los soldados que le seguían.

-   Coged a los enfermos y llevadlos adonde yo os diga.

Nadie se movió. Igual que buitres respetuosos y llenos de temor, esperaron que el kan olvidara de forma milagrosa la orden que había dado. Uno de ellos miró al suelo de reojo. Siete moribundos tosían y se retorcían, a la vez que tiritaban por la fiebre. Su color amarillento se mezclaba con el negro en las axilas y el cuello. El más cercano gritaba de dolor. Una de las horribles y negras pelotas reventó en ese momento. Un líquido oscuro se le derramó por el convulso pecho. El olor nauseabundo alcanzó rápidamente su nariz.

¡Cogedlos! –gritó Jani Beg mientras empujaba uno a uno a los soldados hacia dentro.

El más alejado del grupo escapó a la carrera. El gran kan tardó apenas unos segundos en preparar su arco y tensarlo con una flecha. El desertor cayó al suelo con el dardo clavado en su espalda. Algunos sintieron envidia al principio, pero esa señal bastó para que entraran bajo la lona que protegía del sol a los enfermos, como hienas que solo se dejaban llevar por su instinto de protección. Tomaron los cuerpos ennegrecidos ahuyentando los remilgos, solamente para retrasar unas horas su propio final. Y siguieron los pasos de su jefe, que ya marchaba por delante hacia la zona de retaguardia. Allí estaban las catapultas. Lanzaban una y otra vez enormes piedras que golpeaban sobre los muros o saltaban por encima de las murallas, aunque muy pocas veces.

- Esta será vuestra munición –gritó el kan tras soltar una gran risotada-. Es menos pesada y llegará a su destino con más contundencia.

Los cuerpos volaron hacia la ciudad y con ellos la terrible muerte negra. El primer enfermo votó sobre un tejado y se oyó un crujido de huesos. Quedó allí encima, expuesto al sol. Un arroyuelo de sangre corrió por entre las tejas. Después, se vertió poco a poco por la pared igual que una serpiente al acecho. La primera gota mojó la calva de un comerciante de vinos que ofrecía la mercancía bajo el dintel de su puerta. Apenas tenía género, pero lo vendía en pequeños vasos como dosis de medicina altamente curativa. Miró para arriba en busca de las nubes inexistentes. En ese momento cayó un enorme granizo. El cadáver golpeó la enorme cuba casi vacía. Las maderas saltaron en mil pedazos y el vino, junto con la sangre, dejó un charco oscuro y asqueroso en el suelo. Todos los que allí estaban corrieron despavoridos hacia sus casas. Del cielo caían muertos llenos de bultos negros y de muy mal aspecto. No conocían la enfermedad, pero casi todas resultaban mortales en aquellos tiempos.

Aquel día el enterrador tuvo trabajo. Recogió lo que quedaba de los siete cuerpos y los amontonó en una de las plazas más pequeñas. Allí ardieron sumergiendo toda la ciudad en un humo negro y maloliente de carne y pelo abrasado. Anunciaba la destrucción y todos lo intuían con total seguridad.

            En solo tres días, el comerciante de vinos se sintió mal y le dolía todo el cuerpo. Comenzó a temblar y a sentir la muerte en su frente. Pronto le saldrían aquellos bultos negros. Nadie los había visto nunca hasta aquel momento en que llovieron los cadáveres.

jueves, 7 de marzo de 2024

 A partir de hoy comparto mi novela El cazador de la muerte negra con vosotros. Novela por entregas, capítulo a capítulo. Espero que os guste.


1 Abril del año 1361, muy cerca de Burgos

Un jinete embozado recorría muy despacio el bosque nevado. No le permitía más el espesor del manto blanco que acolchaba el suelo como hecho sin cortes y a la medida. Una capucha marrón le protegía la cabeza y la cara. Sus ojos oscuros apenas le asomaban lo suficiente para ver el camino resplandeciente por los escasos rayos de sol. La luz le hacía daño y sabía por experiencia que le podía ocasionar quemaduras. Aun así, continuaba su viaje hacia Burgos. No sabía muy bien la fecha, pero por aproximación, debía de haber comenzado abril. El tiempo apenas cambiaba, estacionado en un frío continuo cruel y continuo. Los últimos años, desde 1340 más o menos, había llovido, nevado y helado como nunca. Al menos eso decían los hombres que conseguían llegar a los cuarenta. El hambre se había instalado en todas partes y las tierras apenas tenían unas pocas espigas de trigo congeladas y duras igual que los filos de las flechas. Las semillas se habían anegado o podrido con el agua en todos los graneros. Él comía los frutos y las plantas que encontraba en el campo. Sabía reconocer las hierbas silvestres, las raíces más tiernas, las setas no venenosas y todo aquello comestible que le rodeaba en cada momento. También conocía los poderes curativos y bastante de medicina.

En cada lugar se presentaba como médico, juglar, mendigo o aprendiz de maestro de obras, según la conveniencia. Llegaba, observaba y decidía. Cantaba, sanaba, construía, enseñaba a contar… En sus alforjas portaba los instrumentos necesarios y un poco de comida húmeda y enmohecida. Por un lateral de la montura, asomaba casi aplastado una especie de pico hecho con madera fina y pintado de color blanco. Tenía dos agujeros en el extremo más grueso, cubiertos de una especie de cristal muy rudimentario de color rojo. Era una máscara bastante tétrica. Por su carga y su aspecto general, el jinete parecía un buhonero o incluso uno de esos locos que se azotaban por las calles ante la nueva enfermedad. Su sayal marrón, no estaba muy limpio y se había llenado de rotos a causa de los enganchones del camino. Llevaba demasiado tiempo en marcha.

Pero solo él sabía lo que buscaba y lo que pretendía. Iba más allá de lo normal. Se había convertido en un verdadero cazador de la muerte, aunque siempre llegara tarde. Esta vez notaba que no sería así. Lo presentía y lo había soñado varias veces. Una plaga se aproximaba. Él esperaría allí para adelantar a su enemiga mortal.

Un lobo aulló muy cerca de donde se encontraba. Sintió debajo de sus piernas los músculos en tensión de la cabalgadura. El caballo estiró las orejas y bufó con miedo. Por un momento se detuvo, por lo que su dueño lo espoleó deprisa con los talones. Siguió muy a su pesar, solo porque obedecía sin más. Con toda probabilidad, en su mente asomaría el último ataque de aquellos lobos hambrientos a los que se les notaban las costillas. Si hubieran tenido más fuerza habrían acabado con los dos. Alguna de sus coces y la buena puntería del hombre con las flechas los habían salvado. El animal agachó la cabeza y notó al instante las correas que tiraban de su cuello. Su amo también tenía memoria. Notaba sus movimientos lentos y medidos. Notó la mano en las crines. Pretendía hacerle olvidar su instinto.

-  Giraremos un poco y así evitaremos a los lobos. Con el viento a favor no nos olerán.

Movió la brida para indicar el nuevo camino del animal, que se mostró obediente pues se fiaba de él. El siguiente aullido se oyó más lejos, lo que ayudó a que se calmaran de nuevo, aunque el bosque les inspiraba cada vez menos confianza. Este se había cerrado y los árboles unían sus ramas húmedas escondiendo el cielo a sus ojos. Además, todo olía a podrido en los últimos tiempos, pero allí mucho más. Los líquenes y el musgo invadían los troncos hasta en el lado más seco, como una serpiente que los constreñía hasta secarlos. Se deberían oír los cantos de los jilgueros, los colorines, los gritos de las abubillas y, sin embargo, la primavera no había llegado, tampoco la época de celo. Nadie parecía feliz.

El hombre embozado bajó del caballo y se quitó el arco que portaba en la espalda. Se ayudó de él para partir con toda facilidad algunos pequeños troncos que se encontraba a su paso sobre la capa de podredumbre del suelo. Allí no había camino y miró hacia el cielo en busca del sol. Vio alguno de sus rayos para reorientarse. Se había alejado un poco de su destino, pero más adelante rectificaría. Al menos, ya no se escuchaba a los lobos.

Las pisadas del caballo y del hombre embozado dejaban embarrada la nieve. De ambos surgía el vapor que confirmaba la baja temperatura del día. Pronto llegaría la noche. Debían apresurarse. El rodeo se estaba convirtiendo en una gran vuelta. El sol bajaba muy deprisa dejando a su libre albedrío a la oscuridad. Por suerte, el bosque se despejaba a cada paso y enseguida se atisbó a lo lejos un claro. El jinete utilizó un tronco del suelo para subir de nuevo al caballo. Lo arreó con fuerza. Necesitaba llegar a Burgos cuanto antes para buscar un alojamiento o, por lo menos, un lugar donde calentarse frente a una buena hoguera.

-   ¡Allí está la ciudad! –dijo en voz alta.

El caballo no le entendió, pero notó que la tensión se relajaba, según disminuía la espesura del bosque. A lo lejos asomaban algunas hileras de humo y pequeños tejados de color negro. En medio y muy por encima de ellos, se erigía un enorme montón de piedras ordenadas y relucientes que apuntaban al cielo. Una catedral nueva, aunque no acabada, lucía con el color dorado del atardecer. ¿Se terminarían algún día aquellas grandes edificaciones? Se preguntó el jinete. No tenían fin y siempre se sumaban más y más mejoras. Sin duda, las tres catedrales que había visto en su vida eran para él una muestra segura de que Dios podría existir. A los escasos conocimientos y medios de la época se unían los inexpertos trabajadores que iban y venían. Se levantaban unas enormes paredes sujetas por arcos voladores y cimientos exagerados. Ni siquiera había dinero suficiente para avanzar cada mes por lo que las obras se detenían sine diem.

Cuando el sol buscaba su descanso, alcanzó las casas que rodeaban la muralla de la ciudad. Nunca se acostumbraría al hedor que acompañaba a aquellas familias que sobrevivían día a día. Allí se mezclaban la pestilencia de verduras podridas, gallináceas secas, aguas sucias, algo de estiércol de bueyes y cerdos y por supuesto el olor a hombres y mujeres que solo se lavaban una vez al año. Ni siquiera el frío evitaba aquellos efluvios. Por un momento, el cazador estuvo a punto de ponerse la máscara, pero sabía muy bien el efecto que tendría entre aquella pobre gente.

El caballo chapoteaba sobre el barrizal, pues la nieve desaparecía con rapidez en aquellas calles hediondas, como si su blancura inmaculada huyera de la negra suciedad. Él también tenía prisa por abandonar el lugar y arreó a su montura con tanta contundencia que casi acaban con la vida de una gallina. El pobre animal herido se dio a la fuga cacareando y con una pata casi desprendida de su cuerpo redondo y medio desplumado. El escándalo apenas inquietó a los habitantes, que miraron con desgana a aquel hombre que tenía donde ir montado. Sin duda, estaría muy por encima de ellos y nadie se atrevería a pedirle explicaciones, aunque hubiera matado con saña a todos sus animales. Solo un niño siguió con atención los pasos del jinete. El pico que sobresalía de las alforjas le dejó inmóvil. Había oído algunas historias sobre el hombre pájaro que traía mal agüero. Un pescozón de su padre, que puso mala cara, lo despertó. Había miedo en su expresión.

- No seas insolente. Ese caballero podría darse la vuelta y tomar justicia por tu atrevimiento. No se mira así a un caballero.

El chico no dijo nada. Salió corriendo en busca de una carretilla, pues debía acarrear algo de paja para la burra. Por la noche, recordaría la máscara en un sueño nervioso e intranquilo que no lo dejaría dormir.

El hombre del caballo entró por la puerta de la muralla cuando estaban a punto de cerrarla. Los dos soldados que la custodiaban lo miraron con desgana. Uno de ellos golpeó el lomo del animal para que se apresurara. Estaban deseosos de abandonar su puesto. No le preguntaron nada y el jinete se dirigió enseguida hacia la catedral a través de las estrechas calles de la ciudad. Allí el olor no mejoraba. Un pequeño reguero de color marrón corría por mitad y exhalaba un fétido vapor al contacto con el aire frío.

- ¡Agua va! –gritó una mujer desde una ventana.

Poco faltó para que la suciedad lo alcanzara de lleno. El caballo se notó salpicado y golpeó con fuerza en el empedrado de la calle sobre la nieve derretida. Los cascos resonaron a modo de queja, como un vecino airado que no soporta más esa asquerosa costumbre.

-  Tranquilo, tranquilo –le repitió su dueño.

Pronto se abrió aquel pasadizo oscuro a un espacio más amplio. Una plaza que rebosaba piedras, arena y enormes maderos enseñaba al viajero la enorme catedral, elevada por encima de cualquier triste construcción cercana. Aunque el edificio se veía terminado y así lo atestiguaban unas enormes puertas de madera talladas en relieve y sus cristaleras, eso sí, llenas de polvo, se había iniciado una nueva obra de mejora. El jinete observó el espectáculo durante un buen rato. Apenas había dos o tres personas que seguramente se encargaban de cuidar los materiales por la noche. Las antorchas que colgaban en las paredes se habían encendido y ayudaban a alumbrar el lugar junto con la luz crepuscular de tonos rojizos. Nunca se acostumbraría a la maravilla que suponían aquellas construcciones. Recordó su último trabajo en el tejado. Aquellas finas esculturas y remates que no vería nadie, solo Dios.

Uno de los hombres se acercó a él chapoteando con unas botas de piel de conejo sobre la pequeña capa de nieve que aún quedaba. Llevaba un mandil de cuero y debajo un sayón marrón de tela basta y gruesa. Al jinete le picó todo el cuerpo al ver aquella prenda tan tosca. Eso sí, no tendría frío. De su boca salió el vapor nada más hablar. Aquella lengua del norte le pareció dura y a la vez fuerte. Sin duda, tenía más energía que la suya. La entendía a la perfección, sobre todo por sus conocimientos de latín y de las lenguas del sur.

-   ¿Deseas algo, caballero? –preguntó el obrero.

El jinete quiso deshacer el equívoco. Iba a caballo, pero no era noble. La montura la había adquirido como pago por la cura de una grave enfermedad a un señor de escaso territorio. No tenía ganas de dar explicaciones y, tras desmontar para estar a la misma altura, abrevió su presentación con buenas maneras.

 - Soy Mauro. Voy de aquí para allá ofreciendo mi oficio donde pueda interesar. He aprendido de algunos maestros de obras algunos trucos para construir. Esta es la cuarta catedral que veo y en la que podría trabajar, si alguien me da permiso y sustento.

Aquel hombre lo miró de arriba abajo mientras paladeaba las palabras del extranjero con ese acento tan musical. El rostro que apenas podía ver le pareció de fiar. Los ojos anunciaban sinceridad, o eso pensó. Miró hacia una casa cercana. Estaba llena de polvo y apenas se libraba del mucho deterioro el tejado de paja ennegrecida. Aun así, su aspecto anunciaba cierto recogimiento, más que la calle.

 Yo soy Aparicio, el maestro de obra. Ahora no tenemos mucho trabajo en la catedral. Corren malos tiempos y el dinero escasea tanto como la comida o la primavera, que ni siquiera desea visitarnos. De todas formas, mañana probaremos tus cualidades. De momento te ofrezco que pases la noche en la casa de obras. Está sucia y llena de trastos inútiles, pero no encontrarás otra mejor a estas horas. Sé bienvenido, extranjero.

El hombre del delantal ofreció su mano descubierta al jinete. Este la apretó, como era costumbre en aquella zona. Después, se dirigió hacia la casa con su caballo del ramal. No le habían ofrecido comida, ni para él ni para su animal. Los dos tendrían que compartir algunas hierbas duras pero sustanciosas que llevaba en la alforja. Engañaría al gusano que continuamente le apretaba en el estómago ayudado por el jugo áspero y el ejercicio interminable de las mandíbulas.


martes, 13 de febrero de 2024

 

 La escolanía y el misterio del solista. ed. Adarve. Biblioteca de narrativa breve. Jesús Martínez Medina. 2023. para lectores de 12 a 14 años. Se trata de un libro de misterio, como anuncia su título, donde los personajes, jóvenes alumnos de la escolanía, deben resolver en primer lugar sus disputas y conflictos para apurarse en una búsqueda contrarreloj de un buen amigo, el solista del coro. Ello les lleva a una investigación precisa donde se une la extraña enfermedad del abad.

La historia se desarrolla en busca de un gran final donde todos los misterios abiertos se resuelvan. La intriga se mantiene hasta entonces y se cierra bastante bien con nuevos ingredientes de última hora. Está escrito con un buen estilo, aunque el autor hace alarde de algunas palabras desconocidas en busca de aumentar el nivel de vocabulario de los lectores. Los diálogos también son muy precisos y el ambiente de la escolanía muy logrado. Un buen libro.

jueves, 1 de septiembre de 2022

Nuevo libro;: Ignacio de Loyola. Soldado de Jesús


Nuevo Libro. Esta vez en la editorial Digest Reason. Una biografía novelada de San Ignacio de Loyola en el aniversario de su canonización.

La biografía comienza en medio de la batalla, allí donde el santo siempre estuvo, sobre todo en su vida espiritual, como soldado de Jesús. No es fácil encerrar en unas cuantas páginas la vida de San Ignacio de Loyola, pero eso se ha pretendido, hacer un resumen novelado de los acontecimientos que forjaron a uno de los grandes santos de la iglesia, cuya repercusión aún alcanza en nuestros tiempos, no solamente con su gran fundación, la Compañía de Jesús, sino con sus ejercicios ignacianos.

He pretendido con el libro acercar a los jóvenes esta figura de la iglesia que merece recuerdo y actualización. El estilo por lo tanto es claro y asequible, sin perder profundidad. Se ha novelado su vida, pero sin ir más allá de los hechos.

Espero que os guste.

Aquí podéis comprarlo.


https://digitalreasons.es/producto/ignacio-de-loyola-soldado-de-jesus-2/


lunes, 24 de mayo de 2021

Ventas de libros



Mi primer libro apareció en el año 2006, El pozo de los mil truenos. Después vinieron otros, El auténtico Grial, El último vuelo del ave Fénix, No escribas sobre tu muerte, La cueva de los Doblones, Cerebro y medio y.…muchos más. El último fue Un bosque para ti sola. Como veis, unos cuantos libros, 15 en total. Unos han tenido más éxito y otros menos, pero casi todos los años, unos 1.000 libros se reparten entre nuevos lectores. La verdad es que algunos pensarán que son pocos, pero para mí, es una cantidad muy significativa. En 15 años se han distribuido unos 15.000 libros. Para mí es un orgullo. Espero que se sigan leyendo estos libros, hoy en día, muchos en versión digital, lo que no aumenta las ediciones. Solo puedo dar las gracias a quienes han leído alguno de mis libros. Hoy en día es difícil llegar al público juvenil, pero es posible, ya se ve que es posible.

Muchas gracias



martes, 11 de mayo de 2021

Una crítica sobre Un bosque para ti sola



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Os dejo un crítica que han hecho de Un bosque para ti sola. Muy acertada.

Pero es que construir el amor es más...
Comentario: Sin dramatismos gratuitos el autor nos regala una historia sencilla y positiva (cosa, esta última, muy de agradecer en los tiempos que corren) Me ha gustado. Por ejemplo me gusta especialmente ese momento paradójico en el que la protagonista piensa que vale la pena haberse quedado paralítica, también me gusta como aparece el dolor… Y me gusta Nino porque va pasado de Azul. Si, aunque no os lo creáis existen tíos así. Yo los conozco.
Quizá alguien que sepa de literatura la encuentre un poco “cuadrada”. Como que parece que las piezas se unen pero no termina de complementarse hasta hacer un compacto. Y yo echo de menos algo más de espacio para sedimentar los episodios más intensos, sobre todo al final. Pero bien. Vale la pena leerla.
Pero es que… construir el amor es más que darse un paseo por el IKEA de los sentimientos disfrutando -más con la imaginación que con otra cosa- de escenarios agradables, excitantes o estremecedores. No es lo mismo construir que descubrir, pensar que imaginar, ser creativo que tener ideas, amar que enamorarse..
El enamoramiento no es necesariamente más verdadero porque sea más intenso. Y, aunque uno se resista emocionalmente, no queda más remedio que darle bastante la razón a la buena de Paula*
Lo que pasa es que el libro se acaba cuando se acaba. Pero el enamoramiento es una rampa de lanzamiento y consolidar el amor es un viaje con destino. Sin proyecto común el tenderete se cae. Si, lo primero es “ir en serio” como dicen nuestros protagonistas. Pero si lo que quieres es llegar al amor verdadero (que existe), no queda otra que cultivarlo con corazón y cabeza porque no hay atajos. 

*Mira que tiene mérito esta chica. Yo creo que es el personaje que mejor cae cuando ya ha pasado un poco de tiempo desde que acabaste de leer el libro. A ver cuantos amigos así podemos contar en nuestra vida.

Es de una página muy interesante que comienza con un listado de libros.

http://www.librosparaleer.es/

jueves, 4 de marzo de 2021

La suerte de conocerte. Adolfo Torrecilla


La suerte de conocerte, ed. Rialp, Adolfo Torrecilla, 2021

Este libro se sale quizás del ámbito juvenil para hablar de literatura para todos. En él, lo cotidiano se hace arte y sobre todo, el género de diario se agranda para adquirir la idea de multiverso. Por sus páginas aparecen numerosas personas interrelacionadas y que tienen en común al autor. Este se congratula ya en el título de haber sido tan afortunado como para encontrar a lo largo de sus años gentes de todo tipo que le han enseñado a vivir. Pocas veces se reconoce lo que los demás nos aportan y lo que los lugares marcan en nuestra forma de ver y pensar. Aquí los protagonistas del libro serán la amistad, la familia, la literatura y Vallecas, no el autor, como puede esperarse de un diario. Por todas partes asoma el amor de Adolfo Torrecilla por los libros y su buen paladar crítico, labor a la que ha dedicado tanto tiempo.

Espero que este libro llegue a ocupar un gran espacio en la literatura nuestra.