sábado, 28 de agosto de 2010

Hace tiempo


Hace tiempo que no escribo en el blog, el verano y la usencia de nuevas tecnologías en los viejos sitios que frecuento. Os puedo dejar, hoy que es mi cumpleaños, una novela que he comenzado. Espero que llegue a buen puerto.



1

- Puede ser la solución, es más, no veo otra – Juan daba vueltas por el salón sin ninguna dirección, ni siquiera iba y venía por los mismos pasos, sólo se movía.

Su mujer, Ana, permanecía sentada. Su rostro agachado observaba el roto de un calcetín de su hijo. Recogió del cesto de la costura una especie de huevo de plástico y lo introdujo dentro. Pensaba, sí, daba muchas vueltas en su cabeza. Necesitaba otra salida. No podía soportar el regreso tras tantos años.

- No llegamos ni a pasado mañana. Debemos hasta el pan que compramos cada día. Y no sale nada. Maldita crisis. Esto no se mueve. Vendemos el piso, nos vamos al pueblo. No hay más que decir… -miró la reacción de Ana ante su afirmación categórica, lloraba -. Yo tampoco lo deseo. No sé si aguantaré el trabajo de un pueblo, las ovejas… no recuerdo nada de cuando ayudaba a mi padre.

Ana tiró el calcetín y el huevo al cesto. Se pinchó con la aguja y se chupó el dedo. Aquello frenó la reacción que se avecinaba. Aún así gritó.

- Sabes que lo peor no es eso. ¿Otra vez soportaremos los desprecios, la guerra fría, las malas miradas? Han pasado un millón de años y aún continúan con sus tonterías…-se echó las manos a la cara- Creía que lo habíamos dejado atrás para siempre.

Juan se acercó hasta ella. Por fin tenía algo que hacer, y lo agradeció. Le pasó los brazos por encima de los hombros. Le acarició la frente. Permaneció en silencio durante un tiempo. Conocía a su mujer y sabía que era mejor.

Aquel momento de mutismo puso sin embargo nervioso a Juan Pablo. Escuchaba a sus padres desde la habitación. Para él, la conversación le resultaba de lo más asombroso. Como si se tratara de una película. Hasta entonces, había vivido en una especie de burbuja de protección. Sí, su padre se había quedado en paro, pero también otros de sus amigos le habían contado situaciones similares y el mundo seguía girando, sobre todo el suyo. La ciudad le pertenecía. Cada vez más, se sentía el dueño de su instituto, de su barrio, de las noches de fiestas y movidas.

Se disponía a cerrar la puerta de su habitación cuando escuchó su nombre en labios de su madre. Se quedó parado, aguantó la respiración para no perder una sola palabra.

- ¿Y Juan Pablo? ¿Qué? Tendrá que continuar estudiando, digo yo.
- Por supuesto, aunque no es que lo haga mucho – contestó su padre con cierto desdén, las malas notas no le convencían ni lo más mínimo – Podrá ir al instituto de Talavera. Hay sólo cuarenta minutos. Después del verano empezará. Es el momento oportuno para llevar a cabo el cambio.
- Ya. Pues si antes no hacía mucho, ahora tendrá escusa. No creo que le siente muy bien.

De nuevo hubo un silencio. El joven se puso nervioso. El estómago le pesaba, como si la cena se hubiera solidificado. Sentía en la garganta el sabor de la coca cola, pero de con un regusto amargo. Estuvo a punto de atravesar el pasillo para llegar hasta el cuarto de baño, pero aguantó las arcadas.

- También puede ser un buen momento para solucionar tu problema –las palabras de Juan se deslizaron llenas de temor.
- Sabes que no pasa nada, ese dinero es mío y nada más –el joven no había oído aquel tono de voz tan áspero de su madre nunca.

Juan Pablo cerró la puerta, como si de esa forma no hubiera escuchado nada, como si su mundo siguiera adelante en aquellos escasos metros de habitación. Pero era imposible. Dos nuevas cuestiones se cernían sobre él, igual que dos columnas que se fueran juntando para aplastarlo o por lo menos dejarlo sin respiración. Buscó su pequeño hábitat de siempre. Se dirigió al ordenador, siempre encendido y con el messenger dispuesto. Tenía tres mensajes. El último de su amiga Elisa, la que conoció en una fiesta y que hacía las veces de buena amiga con derecho a más. ¿Quedarían para mañana, sábado?

Aquellas preocupaciones habían dejado de ser suyas. Sintió incluso que la habitación no le pertenecía. Que la cama donde se tumbaba en esos momentos, tampoco. Mucho menos los libros del curso que había finalizado pocos días antes y que debía estudiar aquel verano. Pronto, muy pronto, todo le sería ajeno. Se sintió como debe encontrarse un sin techo, o como Adán y Eva expulsados de su paraíso. Un pensamiento estúpido le recorrió su cabeza. Si no hubieran comido aquella manzana. Pero quién se creía todo eso, sólo el profes de religión.

Volvió al ordenador. Lanzó la nueva noticia a todos sus contactos.

“Me voy de aquí, chic@s, emigro para siempre a un maldito pueblo que sólo he visto dos veces. Ya veis, la crisis de las narices”.

Fue una bomba, los pitidos continuos anunciaban las miles de respuestas, sin embargo él sólo leyó al de Elisa. “¿Pero quedamos mañana o no? Puede ser nuestro último encuentro. Habrá que despedirse como se merece”.

Ella tampoco le pertenecía, seguro. También le resultaba de lo más ajeno. Quizás había descubierto la gran superficialidad de sus amistades. Rechazó el pensamiento. No se iba a amargar más. Su mejor amigo sólo le preguntaba por el partido de pádel del lunes. “Espero que estés, que nos jugamos nuestro prestigio. Contéstame rápido, que si eso, se lo digo a Pedro y voy con él de pareja. Suerte en tu pueblo, si no nos vemos”.

Juan Pablo durmió aquella noche bastante mal. El calor entraba por la ventana abierta. Oyó los camiones de la basura a las tres de la mañana y aún no había conciliado el sueño. A su cabeza llegaban las escasas imágenes del pueblo de destino, Mohedas de la Jara, Toledo. Esos eran sus mínimos datos. Una y otra vez veía la vieja casa de sus abuelos, las vigas de madera y la chimenea. Le llamaron la atención a pesar de sus cinco años. Habían pasado más de diez.