viernes, 29 de enero de 2010

Yo te pido la luna

Os dejo un cuento que escribí hace poco.

Los tres niños esperaban el desenlace fatal al pie de la cama de su madre. Ya desde pequeños la habían conocido enferma, sin fuerzas. El doctor se acababa de ir y las esperanzas que tenía eran pocas. Al día siguiente volvería con alguna buena idea sobre el destino de los niños. Intentaría convencer de nuevo a su mujer para que se quedaran con ellos. El doctor ya estaba apunto de jubilarse debido a su edad y probablemente en un futuro tendrían compañía y alguien que los cuidara.

La casa de los niños estaba desordenada, como abandonada, su madre no podía encargarse de todo. El aire de pobreza chocaba contra los cristales rotos de las ventanas. Papeles de periódico intentaban aislar la casa del frío. Las dos velas calentaban a la vez que iluminaban lo que podían aquel cuarto con un camastro deshecho y empapado de sudor maternal. La fiebre entrecortaba palabras a veces ininteligibles, otras más claras.

- Si tuviera......la luna.....sólo me falta eso. No puedo dejarles solos vieja hada.

Sus tres hijos se miraron entre sí. El mayor tenía ocho años, la pequeña casi cinco. Ella fue la primera en reaccionar.

- Si la conseguimos, mamá vivirá.
- No seas tonta, está delirando.

Juan, el hermano mediano estaba muy pegado al suelo y se llevaba un poco mal con su hermana pequeña. A veces pensaba que el tiempo que le había dedicado su madre a ella no había sido para él. Pedro, el mayor, rompió el silencio llorando.

- Aquí no hacemos nada, podemos intentarlo. Yo no he olvidado los viejos cuentos que nos contaba mamá. Vamos Lucía.
- Estáis los dos locos.

Los tres recogieron sus abrigos remendados y salieron a la calle. Miraron al cielo pero no vieron la luna. Las nubes negras de febrero lo impedían.

- Muy bien, ya podemos volver a casa. Ni siquiera sabemos si hoy hay luna.
- Hagamos una cosa, si hay luna llena continuamos, en caso contrario nos quedamos.

Pedro entró corriendo en la casa, dio un beso a su madre.

- Te vamos a traer la luna, mamá.

Salió al instante con el calendario que estaba en la cocina, el de los gatos. Juan tuvo que callarse al ver el redondel blanco dibujado en el mismo día en el que su madre había pedido la luna. Comenzaron a andar despacio buscando un claro saber cómo iban a conseguir la luna.

La noche era fría, húmeda, la luz escasa. Sus pequeños cuerpos cansados y hambrientos soportaban la temperatura como podían, sólo Juan se quejaba continuamente, no entendía el viaje que habían emprendido. Lucía se agarraba a la mano de su hermano mayor. Juan avanzaba el último como llevado por un impulso mayor que su propia voluntad. De vez en cuando levantaba la cabeza buscando la luna.

- Pedro, allí hay un más luz.
- Tienes razón Juan, vayamos hacia allí.
- ¿Y luego qué haremos? Me imagino que has traído la escalera.
- Ya veremos lo que haremos. Algo se nos ocurrirá. Lo importante primero es verla.

Se encontraron con un pequeño lago de agua cristalina. Metieron los pies en él sin darse cuenta en su afán por ver la luna en el cielo. Era grande, redonda, más blanca que nunca, sin una sola mancha. Lucía elevó su mano hacia ella. Con su dedo gordo y su dedo índice en forma de tenaza, cerrando uno de sus ojos, se imaginaba que la había cogido. Movió su mano lentamente hacia abajo. La luna permanecía en su lugar. Juan se burló de su hermana sin reparos.

- Mira a ver si está en tu bolsillo.
- Cállate y piensa en algo.

Lucía bajó sus ojos llenos de lágrimas. Descubrió en el lago el reflejo de la luna.

- Ahí está Pedro. A nuestro alcance. En el lago.

Ambos hermanos miraron la luna temblorosa, como con miedo a ser cogida mientras se bañaba y jugaba con el agua fría. Juan salió corriendo. Lucía y Pedro seguían mirando la segunda luna más asequible. Poco tardaron en despertarse ante un ruido metálico. Su hermano mediano se había liado con una cuerda que estaba atada a un cubo.

- La atraparemos con el cubo. Lo vi cuando pasamos al lado de un pozo.

Juan estaba emocionado. Por primera vez sintió cercana la esperanza. Entró lentamente en el lago, intentando mover lo menos posible su agua cristalina. No quería asustar a la luna. Las ondas que salían de sus tobillos la hacían temblar, parecía que se diluiría en cualquier momento, como hundiéndose en el agua. Juan se detuvo. Tenía miedo de fallar, de estropearlo todo. Le gustaría que fuese su hermano mayor el que estuviera en su lugar. Él siempre lo hacía todo mejor. Cogió aliento y no miró hacia atrás. Sentía los ojos de sus hermanos clavados en él. Comenzó a avanzar de nuevo. La luna hizo otro intento de sumergirse. Lucía y Pedro no querían verlo, se dieron la vuelta. Oyeron un chapoteo de agua, como de una pelea. Al poco tiempo sintieron el agua en sus espaldas. Allí estaba detrás Juan, totalmente empapado. Había cubierto con su abrigo también mojado el cubo. No quería que se le escapara su don más preciado. Nadie preguntó si lo había conseguido. Ni siquiera Juan lo sabía. Se volvieron a casa sin mirar hacia atrás.

Tardaron menos en regresar. Debían apresurarse. Juan, a pesar de cargar con el cubo iba casi corriendo. Lo sujetaba con ambos brazos contra su pecho. Estaba aterido de frío pero no le importaba.

Su madre aún respiraba aunque con mucha fatiga. La incorporaron sobre el almohadón doblado los tres a la vez. Las manos temblorosas de Juan se dirigieron al cubo. El aire movía las cortinas de las ventanas y hacía que la lámpara del techo también lo hiciera. Las sombras de la habitación se esparcían de un lado a otro rítmicamente. Lucía cubrió los hombros de Juan con una manta. Estaba tiritando.

El abrigo empapado de Juan cayó al suelo de forma pesada cuando éste lo retiró lentamente. Los tres asomaron su cara por encima del cubo. No había nada. Quedaron paralizados. Quizá estaba en el fondo del cubo. Esperaron. Las cortinas de la ventana se elevaron aún más con una ráfaga fuerte de viento. Quedaron suspendidas en el aire. El cielo estaba por fin despejado. Un rayo de luna atravesó la habitación para bañarse en el agua del cubo. Su reflejo se mostró en la cara de la madre ya pálida como la luna. Abrió los ojos para contemplar lo que tanto deseaba.

El médico había llegado al mañana siguiente y no comprendía nada. A los pocos días las cosas fueron de nuevo como siempre. Cuando había luna llena salían los cuatro a la calle y pasaban horas contemplándola.

sábado, 23 de enero de 2010

PRIMICIA. OS DEJO EL PRIMER CAPITULO DE UNA NOVELA EN LA QUE TENGO PUESTAS MUCHAS ESPERANZAS. ESPERO QUE OS GUSTE.

Aquella noche de verano las estrellas, alejadas de las farolas del pueblo, brillaban como nunca.

Serían las diez y media cuando por un camino paralelo a la montaña tres linternas competían con la luna llena. Sus luces subían y bajaban, se perdían en el cielo con el movimiento de quienes las llevaban. Es difícil mantener el equilibrio del foco mientras se sujeta el manillar de la bici. Poco les quedaba a aquellos tres jóvenes para llegar a su destino. Habían desmontado de sus caballos de hierro para asegurarse de que el campo de trigo ya cosechado que buscaban, era el exacto.

A esas horas, todas las paredes de piedra negra de la zona parecían similares. Uno de ellos los guiaba, pues vivía en el pueblo del que venían, Mohedas de la Jara. Los otros dos, un chico y una chica, vivían en Madrid y pasaban sus vacaciones allí.

Todo había empezado con una conversación en la piscina sobre tesoros ocultos. Ahora, después de cenar, buscaban a oscuras el antiguo pueblo vecino que desapareció sin saber porqué. Según las crónicas antiguas se llamaba Torlamora.

- Esta es la zona donde estaba –susurró Marcos.

Su voz apenas sonó por encima del ruido que hacía la cadena de la bici mal engrasada de Julio. Marta sin embargo no lo oyó. Continuaba su marcha muy concentrada.

- ¡Para el carro, Marta! –Julio elevó el tono para que su amiga lo oyera.
- No grites, hombre –Marcos tenía cierto respeto por aquel lugar y aún más por la hora.
- ¿No tendrás miedo? –su amigo le dio un pequeño golpe con su brazo libre.

A la vez, soltó de su otra mano un saco marrón con letras verdes en el suelo. Antes había estado lleno de pienso para conejos. Julio se había cansado de cargar con aquel bulto. Lo abrió y sacó un detector de metales rojo. Marta ya se había acercado a los dos chicos. Miró con curiosidad.

- ¿Tú crees que con ese aparato de tu tío vamos a encontrar algo? –. Parece un detector de minas.
- Pues mira, más o menos. Mi tío lo compró para buscar las cañerías de la casa vieja de mis abuelos. Nadie sabía por dónde iban –Julio se calló por un instante para acabar de comprobar el estado del aparato-. Te puedo asegurar que funciona. Si aquí hay un tesoro, en medio de la nada, lo encontraremos.

Conectó el detector de metales y lo posó a medio palmo del suelo. Antes de saltar una pared de piedra que les llegaba por el pecho, Julio probó por el camino. Enseguida repiqueteó el aparato. Un pitido cada vez más intenso los excitó como a un jabalí ante una fresca charca de barro. Los tres se arremolinaron allí donde sonaba más. Entonces Marcos se dio la vuelta y corrió hacia donde había dejado su bici. Se había olvidado de la pala que había atado a la barra del manillar.

- Corre, tío, que esto está profundo...-Julio daba con el pie en el suelo endurecido por el tiempo seco del verano y el paso de coches. Apenas movía la tierra.
- Aquí tienes, venga –Marcos le ofreció la pala.
- Oye, que yo soy el técnico. Anda, dale tú –le enseñó el detector de metales como prueba.

El joven del pueblo decidió hacerlo, tardaría mucho menos que aquel “señorito” de Madrid. Fueron necesarias dos paladas, poco más. Una herradura vieja saltó por los aires junto con la tierra espolvoreada. Casi le golpea en la cabeza a Julio. El detector de metales se puso a cien por hora al pasar junto a él el maravilloso objeto que había encontrado.

- La primera en la frente, por poco no te ha dado –Marta se lo tomó a broma.

A Julio no le hizo gracia. Apagó el detector y saltó la pared sin más miramientos. Un gruñido avisó a sus amigos de que estaba para pocas bromas. Lo siguieron. Marcos se puso delante como guía. Servía además para pisar el rastrojo amarillo. A pesar de ir con bañador, su experiencia le libraba de los rasguños que recibían sus dos compañeros. Se quejaban cada dos pasos.

- Bien, creo que es aquí –no estaba muy seguro de que fuera así, pero se había cansado de oír las quejas. Tampoco se había convencido de la utilidad de la excursión. Si no fuera por Marta, estaría tan a gusto en el pueblo. Ella le caía muy bien.
- Bueno, pues pongo en marcha el cacharro. Iremos en círculos –dijo Julio.

Una pequeña luz roja se encendió otra vez. Mientras, Marcos iluminaba con su linterna más allá de donde se encontraban. Tenía cierto temor. Sonó el ulular de un búho y unas alas fuertes que batían el aire con golpes secos. Los tres jóvenes se detuvieron y apuntaron con sus focos a una encina enorme que había muy cerca. Vieron unos ojos amarillos encendidos. Por unos instantes, permanecieron quietos hasta que el ave nocturna se alejó volando, más asustada que ellos.

- Vamos, hombre, no seáis críos –dijo Julio más resuelto que sus amigos.

De nuevo, situó su aparato rojo sobre el suelo. No sonaba nada. Por todas partes había silencio. Solo se sentía la sombra amenazadora de aquellas horas nocturnas al pie de la sierra oscura y de color negro.

De repente, sonó el detector de forma insistente, aún más fuerte que cuando encontraron la herradura. Parecía temblar, pero Marta se dio cuenta de que era Julio quien se movía a causa de los nervios.

- ¡Rápido, excava! ¡Aquí hay algo gordo! –gritó Julio.

Marcos se puso en marcha. Clavó la pala con fuerza. Enseguida sacó las raíces secas del trigo ya cosechado. La primera capa salió bien. Luego se complicó y se necesitaba más fuerza. Aquel joven, acostumbrado a las labores del campo, destacaba por su presencia física. Había desarrollado sus músculos a base de trabajar. También su altura era considerable. A Marta le llamaban la atención, sobre todo, sus ojos oscuros como las aceitunas. Su pelo, también negro, caía desde su coronilla igual que las ramas de un sauce llorón. Parecía una persona sencilla y llana, de fácil trato.

El chico comenzó a transpirar a causa del calor. Se detuvo unos instantes a limpiarse. Las gotas de sudor le producían escozor en sus grandes ojos.

En ese momento se levantó un fuerte aire. Sin ningún motivo aparente.

Las encinas se quejaron con sus ramas duras que chocaban entre sí. Hasta el áspero rastrojo tembló por el viento y se inclinó. El largo pelo de Marta se colocó en su frente. Luchó con una de sus manos para retirarlo.

- Esto es muy extraño...-Marcos temía que se confirmara lo que llevaba pensando un buen rato- ¿Y si estamos excavando en el antiguo cementerio? A mí me da no sé qué. Vámonos.
- ¿Ahora que lo hemos conseguido? Hay que profundizar más –Julio arrebató la pala a Marcos y siguió con el trabajo.

El viento cesó de golpe.

Había una notable diferencia de velocidad entre las paladas de los dos. Ahora, la tarea continuaba más despacio. Julio se detuvo para mirarse las manos. Pidió a Marcos que se las iluminase con la linterna. Le había salido una ampolla en la palma derecha, donde nacen los dedos.

De nuevo, una ráfaga de viento les llenó de temor. Fue aún más violenta que la anterior.

Marta y Marcos se miraron con gesto interrogativo. En el cielo, una nube gigante ocultó los rayos de la luna llena y se hacían más útiles las linternas. Hacía frío, Julio lo sintió en la frente sudorosa. Siguió cavando para alejar de su mente el viento amenazador. Chocó con algo. Oyeron un sonido metálico cuando la pala se deslizó sobre una plancha de hierro oxidado. Se abrió una pequeña brecha al dar el último golpe.

De la fosa, salió un rayo de luz.

Los tres muchachos retrocedieron unos pasos. Marcos tropezó con el montón de arena que habían extraído y cayó al suelo. No enfocaban con sus linternas al agujero. Por eso, no podían pensar en reflejos, la luna permanecía escondida. La luminosidad que emanaba de la fosa no tenía explicación.

Marta reaccionó, cogió la pala y golpeó con rabia la lámina enrojecida por el tiempo y la tierra. Ésta se fue rompiendo poco a poco. Prácticamente se deshacía. La luz se multiplicaba. Parecía una broma. Alguien había metido una linterna dentro, pero los tres la tenían en su mano. El aire seguía empujando sus ropas, esta vez con mayor suavidad.

- Déjalo, Marta. Vámonos de una vez –la voz de Julio temblaba. El terror se había apoderado de él.
- ¡Tenemos que terminar lo que hemos empezado! –Marta chillaba.
- ¡Esto es una maldita tumba! –Marcos también elevaba su voz.

Entonces la velocidad del viento aumentó. Algunas ramas secas de las encinas cercanas se arrancaron de cuajo y rodaron por el suelo. Una golpeó las rodillas de Julio. Él miraba ahora a todas partes, no hacia la fosa. No quería ver la luz.

Por fin, Marta decidió levantar la chapa, pues descubrió un lateral que tenía bisagras. Introdujo la pala por la otra parte a modo de palanca. Sonó un crujido. Los misteriosos rayos asomaban por los agujeros y los laterales. Marcos y Marta vieron el interior. El foco iluminado permanecía ahora quieto, justo en el centro. Surgía de un medallón.

- ¡Esto es horrible! –gritó Marcos.

El medallón luminoso colgaba de un esqueleto aún conservado, momificado.

Durante bastante tiempo nadie se movió. La luz amarilla refulgía en el rostro de los tres jóvenes. Fue Marcos el primero en reaccionar. Comenzó a echar tierra sobre el cadáver, sobre la cabeza, sobre el rostro frío. No quería que aquel muerto lo mirara con sus cuencas vacías. Entonces Julio le sujetó el brazo para que se detuviera. Con un ademán rápido agarró el medallón con su mano derecha.

- ¿Tú estás loco? –las palabras de Marta brotaron de su boca con ímpetu.

Ahora era ella quien intentaba detener a Julio con un empujón. No lo consiguió. La cadena del medallón estaba suelta y sin ningún esfuerzo consiguió su recompensa.

- No voy a dejar esto ahí, bajo tierra –el chico hablaba convencido de lo que hacía.

Marcos continuó arrojando arena sobre el cuerpo reseco. Tapó el pelo enmarañado y largo del cadáver. Luego las manos con las uñas crecidas por el paso del tiempo. Por fin, de una patada, la plancha de hierro lo ocultó todo. Con paladas rápidas, la soterró por completo.

Como señal de lo que había sucedido, solo quedaba el medallón brillante en la mano de Julio y la tierra removida y marrón entre el rastrojo. La luna asomó con timidez por detrás de la nube negra.

El colgante acabó en el fondo del saco marrón. De allí no salía la luz que lo delataba. Junto al detector de metales, colgaba ahora de la bici de Julio. A toda velocidad, los tres jóvenes volvían al pueblo. Tardaron muy poco en recorrer los dos kilómetros que los separaban de su destino. Cuando entraron en la plaza, el reloj del ayuntamiento daba las doce con su pequeña campana.

Allí mismo se despidieron hasta el día siguiente. No querían llegar más tarde a sus casas. Cada uno siguió por una calle distinta.

- Ni una palabra de lo ocurrido –ésa fue la última recomendación de Julio mientras apretaba con fuerza el saco de pienso.

Marta y Marcos asintieron con la cabeza. Sin palabras, pues aún no se habían recuperado de la aventura nocturna.

Cuando Julio llegó a su casa, lo escondió en el corral de la parte trasera. Por suerte, sus padres estaban a la puerta de la calle, sentados en las butacas, como era costumbre en aquella época del año. Un escueto saludo y a cumplir su misión. Julio ocultaba el saco como podía, aunque no lo consiguió del todo. Tuvo suerte, no hubo preguntas.

Recorrió el patio alargado que daba a la parte trasera de la casa. Éste se cubría en verano con las hojas de cuatro altas parras que nacían a los lados. Detrás, había un corral donde surgía la manzanilla en primavera y un naranjo que ofrecía su sombra por el día. Bajo sus ramas, asomaba una pequeña puerta. Daba paso a las cuadras, antes dormían allí las mulas de su abuelo. Ahora servía de leñera. Había poca madera, la que sobró del invierno, pero le servía para su fin. Entre los leños del suelo encontró un hueco perfecto.

Antes de dejar el saco, metió la mano para coger el medallón. Lo miró de nuevo. Había unas figuras en relieve muy extrañas. Nunca había visto algo parecido. Tras sus miradas de curiosidad, introdujo todo el paquete en su escondite y salió deprisa para que sus padres no sospecharan.

Fue adonde estaban ellos para charlar un rato, poco tiempo, pues quería irse a dormir pronto. Por el día, buscaría a sus dos amigos. Tenían muchos asuntos de los que hablar. Sobre todo de sus descubrimientos. Julio estaba a la vez emocionado y nervioso.

Su madre lo miró con detenimiento. Su hijo había crecido bastante en el último curso. No se le podía considerar de los más altos de la clase, pero tampoco el más bajo. Además, su cara redonda y proporcionada le hacía atractivo. Sus rasgos suaves llamaban la atención. El cabello rizado rompía la armonía, pero le dotaba de un aire resuelto y obstinado.

- Buenas noches –Julio interrumpió los pensamientos de su madre-. Me voy a la cama. Quiero levantarme temprano mañana.
- Pues lástima que no descanses ahora que puedes, hijo. ¿Qué te traes entre manos?

Ella siempre parecía adivinarlo todo.

- Nada, mamá, nada. Es que quiero aprovechar bien las vacaciones.

viernes, 15 de enero de 2010

Nuevo libro. Cerebro y medio


Editorial Homo-Legens. Cerebro y medio es algo más que una novela policiaca. En sus páginas, un inspector de policía del barrio madrileño de Moratalaz, encontrará a un joven discapacitado y lleno de bondad. Entre los dos tendrán que resolver un posible atraco al Museo del Prado. La trama se complicará hasta quedar resuelta en un final inesperado. Tenemos por lo tanto dos historias, el posible robo y la relación entre el policía y el chico al que todos llaman «medio cerebro».